EL MATADERO (Esteban Echeverria)


El Matadero
Esteban Echeverría


A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios. Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los
unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuras ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de  indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras , como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra
intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero. —Chica, pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia. El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero,
manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo. Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad. El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para
atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado. Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo. La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve
reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que ínter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.
—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía —gritaba uno.
—Aquél lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.
—Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo —exclamaba el carnicero.
—¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
—Son para esa bruja: a la m...
—¡A la bruja! ¡A la bruja! —Repitieron los muchachos—: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! — Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces
tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
—Hi de p... en el toro.
—Al diablo los torunos del Azul.
—Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.
—Si es novillo.
—¿No está viendo que es toro viejo?
—Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!
—Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
—Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
—Es emperrado y arisco como un unitario. —Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron—: ¡Mueran los salvajes unitarios!
—Para el tuerto los h...
—Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.
—El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
—¡A Matasiete el matahambre!
—Allá va —gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!
—¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
—Se cortó el lazo —gritaron unos—: ¡allá va el toro!
Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
—¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
—¡Enlaza, Siete pelos!
—¡Que te agarra, botija!
—¡Va furioso; no se le pongan delante!
—¡Ataja, ataja, morado!
—¡Déle espuela al mancarrón!
—¡Ya se metió en la calle sola!
—¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes.
Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano.
Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:
—Se amoló el gringo; levántate, gringo —exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
—¡Desjarreten ese animal! —exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo,
cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: aquí están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne. Más de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
—¡Allí viene un unitario! —y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
—¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
—Perro unitario.
—Es un cajetilla.
—Monta en silla como los gringos.
—La mazorca con él
—¡La tijera!
—Es preciso sobarlo.
—Trae pistoleras por pintar.
—Todas estas cajetillas unitarias son pintores como el diablo.
—¿A que no te le animás, Matasiete?
—¿A qué no?
—A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
—¡Viva Matasiete! —exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía el joven, fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y una nueva viva estentórea volvieron a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
—Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
—Tiene buen pescuezo para el violín.
—Tocale el violín
—Mejor es la resbalosa.
—Probemos, dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
—No, no lo degüellen, exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.
—A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios!
¡Viva el Restaurador de las leyes!
—¡Viva Matasiete!
¡Mueran! ¡Vivan! repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
—A ti te toca la resbalosa —gritó uno.
—Encomienda tu alma al diablo.
—Está furioso como toro montaraz.
—Ya le amansará el palo.
—Es preciso sobarlo.
—Por ahora verga y tijera.
—Si no, la vela.
—Mejor será la mazorca.
—Silencio y sentarse —exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación.
—Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
—¡Calma! —dijo sonriendo el juez—; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
—¿Tiemblas? —le dijo el juez.
—De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
—¿Tendrías fuerza y valor para eso?
—Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
—A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortárosle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
—A ver —dijo el Juez—, un vaso de agua para que se refresque.
—Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un
puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
—Este es incorregible.
—Ya lo domaremos.
—Silencio —dijo el juez—, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?
—Porque no quiero.
—¿No sabes que lo manda el Restaurador?
—La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres.
—A los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.
—¿No temes que el tigre te despedace?
—Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.
—¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
—Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!
—¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
—Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
—¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
—Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.
Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grande como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas
de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
—Atenlo primero —exclamó el Juez.
—Está rugiendo de rabia —articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:
—Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla.
Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.
—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.
—Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio — exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre—. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el
Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

RINCONETE Y CORTADILLO (Miguel de Cervantes)

NOVELA DE RINCONETE Y CORTADILLO
(D. Miguel de Cervantes)


En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia,
como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en
ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años: el uno ni el otro no
pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y
maltratados; capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien
es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos
como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de
cormas que de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin
toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos, traía el uno
una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía
escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que
después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan
deshilado de roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos
naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque
durasen más se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del
sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media espada, y el
otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.
Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y,
sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño:
-¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?
-Mi tierra, señor caballero -respondió el preguntado-, no la sé, ni para dónde camino,
tampoco.
-Pues en verdad -dijo el mayor- que no parece vuesa merced del cielo, y que éste no es
lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.
-Así es -respondió el mediano-, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho, porque mi
tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una
madrastra que me trata como alnado; el camino que llevo es a la ventura, y allí le daría
fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.
-Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? -preguntó el grande.
Y el menor respondió:
-No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y corto de tijera muy
delicadamente.
-Todo eso es muy bueno, útil y provechoso -dijo el grande-, porque habrá sacristán que
le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte
florones de papel para el monumento.
-No es mi corte desa manera -respondió el menor-, sino que mi padre, por la misericordia
del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que, como vuesa merced
bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar
polainas; y córtolas tan bien, que en verdad que me podría examinar de maestro, sino
que la corta suerte me tiene arrinconado.
-Todo eso y más acontece por los buenos -respondió el grande-, y siempre he oído decir
que las buenas habilidades son las más perdidas, pero aún edad tiene vuesa merced para
enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene
vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.
-Sí tengo -respondió el pequeño-, pero no son para en público, como vuesa merced ha
muy bien apuntado.
A lo cual replicó el grande:
-Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan
hallar; y, para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le
quiero obligar con descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha
juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra
vida, verdaderos amigos. «Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y
famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan; mi nombre es Pedro del
Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada: quiero
decir que es bulero, o buldero, como los llama
el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio, y le aprendí de manera, que no daría
ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero, habiéndome un día
aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y
di conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se
ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces que
pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve
poco favor, aunque, viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me
arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese
desterrado por cuatro años de la Corte. Tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda
y mosqueo, y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar
cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias,
y entre ellas saqué estos naipes -y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en
el cuello traía-, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde
Madrid aquí, jugando a la veintiuna;» y, aunque vuesa merced los vee tan astrosos y
maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no
quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja
lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta, que le puede servir de un
punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda
en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de
quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que, así como vuesa merced
se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia
vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre, porque, aunque llegue a un
cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato. Y desto hemos de hacer luego la
experiencia los dos:
armemos la red, y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir
que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno quisiere ser
tercero, él será el primero que deje la pecunia.
-Sea en buen hora -dijo el otro-, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me
ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la
mía, que, diciéndola más breve, es ésta: «yo nací en el piadoso lugar puesto entre
Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de
tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y
el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio,
y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay faldriquera tan
escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando
con ojos de Argos. Y, en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido
entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien
es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al
Corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que, por ser
humilde, no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él, y así, salí
de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras ni
blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.»
-Eso se borre -dijo Rincón-; y, pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas
grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.
-Sea así -respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba-; y, pues
nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua,
comencémosla con santas y loables ceremonias.
Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y
luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de
polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y, a pocas manos, alzaba tan bien por el as
Cortado como Rincón, su maestro.
Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio.
Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y
dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y, creyendo
el arriero que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero; mas
ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le
dieron tanto que hacer, que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.
A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a
sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales, viendo la
pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso
iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.
-Allá vamos -dijo Rincón-, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos
mandaren.
Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al
arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros,
que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello. Y, cuando dijo al
arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las
barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era
grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un
hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no
fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron,
que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.
En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes, que lo
más del camino los llevaban a las ancas; y, aunque se les ofrecían algunas ocasiones de
tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan
buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la
Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado
de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con
el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las
entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de
memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto; y pensaron que, pues
el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco
peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero
no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado menos y puesto en recaudo lo que
quedaba.
Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían
sustentado, y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la
puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y
admiróles la grandeza y sumptuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del
río, porque era en tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras, cuya vista les
hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de
por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban;
informáronse de uno dellos qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué
ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio
era descansado y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con
seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de
buscar amo a quien dar fianzas y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo
hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el
oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y
seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego
determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin
examen. Y, preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos
costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y
una pequeña, en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal, el pan; y
él les guió donde lo vendían, y ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron
todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les
ensayaban las esportillas y asentaban los costales. Avisóles su adalid de los puestos
donde habían de acudir: por las mañanas, a la Carnicería y a la plaza de San Salvador;
los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla; todas las tardes, al río; los jueves, a
la Feria.
Toda esta lición tomaron bien de memoria, y otro día bien de mañana se plantaron en la
plaza de San Salvador; y, apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del
oficio, que, por lo flamante de los costales y espuertas, vieron ser nuevos en la plaza;
hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron
un medio estudiante y un soldado, y, convidados de la limpieza de las espuertas de los
dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.
-En nombre sea de Dios -dijeron ambos.
-Para bien se comience el oficio -dijo Rincón-, que vuesa merced me estrena, señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
-La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer
hoy banquete a unas amigas de mi señora.
-Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda
esta plaza, y aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo haré de muy buena voluntad.
Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si quería servir, que él le
sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que, por ser aquel día el
primero que le usaba, no le quería dejar tan presto, hasta ver, a lo menos, lo que tenía
de malo y bueno; y, cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él antes
que a un canónigo.
Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama, para que la supiese de
allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle.
Rincón prometió fidelidad y buen trato. Diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió
a la plaza, por no perder coyuntura; porque también desta diligencia les advirtió el
asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo (conviene a saber: albures, o
sardinas o acedías), bien podían tomar algunas y hacerles la salva, siquiera para el gasto
de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no
se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a
Rincón, y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres
cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de
ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:
-Con ésta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos; mas tomadla vos,
Rincón, por lo que puede suceder.
Y, habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y
turbado de muerte; y, viendo a Cortado, le dijo si acaso había visto una bolsa de tales y
tales señas, que, con quince escudos de oro en oro y con tres reales de a dos y tantos
maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el
entretanto que con él había andado comprando. A lo cual, con estraño disimulo, sin
alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:
-Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa
merced la puso a mal recaudo.
-¡Eso es ello, pecador de mí -respondió el estudiante-: que la debí de poner a mal
recaudo, pues me la hurtaron!
-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y
el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia; que de
menos nos hizo Dios y un día viene tras otro día, y donde las dan las toman; y podría ser
que, con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa
merced sahumada.
-El sahumerio le perdonaríamos -respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
-Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas, y buena diligencia, que es madre
de la buena ventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa;
porque, si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecerme hía a mí que había
cometido algún grande incesto, o sacrilegio.
-Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! -dijo a esto el adolorido estudiante-; que, puesto
que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del
tercio de una capellanía, que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero
sagrado y bendito.
-Con su pan se lo coma -dijo Rincón a este punto-; no le arriendo la ganancia; día de
juicio hay, donde todo saldrá en la colada, y entonces se verá quién fue Callejas y el
atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto
renta cada año? Dígame, señor sacristán, por su vida.
-¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que renta! -respondió el
sacristán con algún tanto de demasiada cólera-.
-Decidme, hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo la quiero hacer
pregonar.
-No me parece mal remedio ese -dijo Cortado-, pero advierta vuesa merced no se le
olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella; que
si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.
-No hay que temer deso -respondió el sacristán-, que lo tengo más en la memoria que el
tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor, que llovía de
su rostro como de alquitara; y, apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo.
Y, habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le
llamó y le retiró a una parte; y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo
que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas
esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba
embelesado escuchándole. Y, como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le
replicase la razón dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El
sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan
grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó
el pañuelo de la faldriquera; y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de
verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo
oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él
se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde
estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro
mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a
Rincón; y, llegándose a ellos, les dijo:
-Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
-No entendemos esa razón, señor galán -respondió Rincón.
-¿Qué no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.
-Ni somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase
con Dios.
-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una
cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para
qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme: ¿cómo no han ido a la
aduana del señor Monipodio?
-¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? -dijo Rincón.
-Si no se paga -respondió el mozo-, a lo menos regístranse ante el señor Monipodio, que
es su padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo que vengan conmigo a darle la
obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.
-Yo pensé -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si
se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así
es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el désta, que, por ser la más
principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos
donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir,
que es muy calificado y generoso, y además hábil en el oficio.
-¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! -respondió el mozo-. Eslo tanto, que en
cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre no han padecido sino
cuatro en el finibusterrae, y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.
-En verdad, señor -dijo Rincón-, que así entendemos esos nombres como volar.
-Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino -respondió el mozo-, con
otros algunos, que así les conviene saberlos como el pan de la boca.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman germanescos o
de la germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta, porque el camino era largo;
en el cual dijo Rincón a su guía:
-¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy
cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena
gente.
A lo cual respondió el mozo:
-Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a
Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.
-Sin duda -dijo Rincón-, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a
Dios.
-Es tan santa y buena -replicó el mozo-, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro
arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el
aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que
hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados dieron tres
ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y con estar flaco y cuartanario, así
las sufrió sin cantar como si fueran nada. Y esto atribuimos los del arte a su buena
devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del
verdugo. Y, porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho,
quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes que
cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con
perdón; primer desconcierto es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo.
Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de
nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame
María el día del sábado.
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa merced: ¿hácese otra
restitución o otra penitencia más de la dicha?
-En eso de restituir no hay que hablar -respondió el mozo-, porque es cosa imposible, por
las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y
contrayentes la suya; y así, el primer hurtador no puede restituir nada; cuanto más, que
no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos confesamos; y si
sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la
iglesia al tiempo que se leen, si no es los días de jubileo, por la ganancia que nos ofrece
el concurso de la mucha gente.
-Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores -dijo Cortadillo- que su vida es santa y
buena?
-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar
a su padre y madre, o ser solomico?
-Sodomita querrá decir vuesa merced -respondió Rincón.
-Eso digo -dijo el mozo.
-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero, pues nuestra suerte ha querido que entremos en
esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el señor
Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
-Presto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí se descubre su casa.
Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque
éstas son las horas cuando él suele dar audiencia.
-En buena sea -dijo Rincón.
Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala
apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó, y ellos
entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y
aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres
pies y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro;
a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman
maceta, de albahaca.
Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que bajaba el señor
Monipodio; y, viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos
pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles
de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa ni cosa que la
cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba
pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa, y más abajo
pendía una esportilla de palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do
coligió Rincón que la esportilla servía de cepo para limosna, y la almofía de tener agua
bendita, y así era la verdad.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos
de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego; y, sin hablar palabra
ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho, cuando entraron dos
viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con
sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja halduda,
y, sin decir nada, se fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima
devoción se puso de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo
primero besado tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras tantas,
se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio. En
resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes
trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de
bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de
gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas,
y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos
de través en Rincón y Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían. Y,
llegándose a ellos, les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy
servidores de sus mercedes.
Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien
visto de toda aquella virtuosa compañía.
Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de
rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa, y por la
abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía
cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos
enchancletados, cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta
los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda;
atravesábale un tahalí por espalda y pechos a do colgaba una espada ancha y corta, a
modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas
hembras y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales de
anchos y juanetudos.
En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la
guía de los dos, y, trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
-Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor Monipodio: vuesa
merced los desamine y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto, todos los que
aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos
bravos, que, a medio magate, como entre ellos se dice, le quitaron los capelos, y luego
volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la otra se paseaba Monipodio, el cual
preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
-El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de
mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información
para recebir algún hábito honroso.
A lo cual respondió Monipodio:
-Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque
si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de
escribano, ni en el libro de las entradas: "Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal
día le ahorcaron, o le azotaron", o otra cosa semejante, que, por lo menos, suena mal a
los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar la patria,
encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de
haber nada encubierto, y sólo ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincón dijo el suyo y Cortado también.
-Pues, de aquí adelante -respondió Monipodio-, quiero y es mi voluntad que vos, Rincón,
os llaméis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de
molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad
de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de
hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores,
sacando el estupendo para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se
garbea; y estas tales misas, así dichas como pagadas, dicen que aprovecha[n] a las tales
ánimas por vía de naufragio, y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que
nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando
[alguno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: ''¡Al ladrón, al
ladrón! ¡Deténganle, deténganle!'', uno se pone en medio y se opone al raudal de los que
le siguen, diciendo: ''¡Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya;
castíguele su pecado!'' Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su
sudor nos socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres
y madres, que nos echan al mundo, y el escribano, que si anda de buena, no hay delito
que sea culpa ni culpa a quien se dé mucha pena; y, por todos estos que he dicho, hace
nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y solenidad que podemos.
-Por cierto -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre-, que es obra digna del
altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que vuesa merced, señor
Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos,
daremos luego noticia a esta felicísima y abogada confraternidad, para que por sus almas
se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la
solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad,
como también apuntó vuesa merced en sus razones.
-Así se hará, o no quedará de mí pedazo -replicó Monipodio.
Y, llamando a la guía, le dijo:
-Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas?
-Sí -dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre-: tres centinelas quedan avizorando, y no
hay que temer que nos cojan de sobresalto.
-Volviendo, pues, a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría saber, hijos, lo que
sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.
-Yo -respondió Rinconete- sé un poquito de floreo de Vilhán; entiéndeseme el retén;
tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no
se me va por pies el raspadillo, verrugueta y el colmillo; éntrome por la boca de lobo
como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de
Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado mejor que dos reales prestados.
-Principios son -dijo Monipodio-, pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan
usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan
blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernos hemos:
que, asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que
habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.
-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades -res-pondió Rinconete.
-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.
-Yo -respondió Cortadillo- sé la treta que dicen mete dos y saca cinco, y sé dar tiento a
una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
-¿Sabéis más? -dijo Monipodio.
-No, por mis grandes pecados -respondió Cortadillo.
-No os aflijáis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni
os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os
conviniere. Y en esto del ánimo, ¿cómo os va, hijos?
-¿Cómo nos ha de ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer
cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.
-Está bien -replicó Monipodio-, pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si
fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es
mía.
-Ya sabemos aquí -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo
tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance que lo que dice la
lengua paga la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle
otro título, que le deja en su lengua su vida o su muerte, ¡como si tuviese más letras un
no que un sí!
-¡Alto, no es menester más! -dijo a esta sazón Monipodio-. Digo que sola esa razón me
convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades
mayores y que se os sobrelleve el año del noviciado.
-Yo soy dese parecer -dijo uno de los bravos.
Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado
escuchando, y pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de
las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo
merecía todo. Él respondió que, por dalles contento a todos, desde aquel punto se las
concedía, y advirtiéndoles que las estimasen en mucho, porque eran no pagar media nata
del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a
saber: no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de
sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde quisieren,
sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte, desde luego, con lo que entrujasen los
hermanos mayores, como uno dellos, y otras cosas que ellos tuvieron por merced
señaladísima, y lo[s] demás, con palabras muy comedidas, las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalenta-do, y dijo:
-El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo
gurullada.
-Nadie se alborote -dijo Monipodio-, que es amigo y nunca viene por nuestro daño.
Sosiéguense, que yo le saldré a hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta,
donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar
Monipodio y preguntó:
-¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
-A mí -dijo el de la guía.
-Pues ¿cómo -dijo Monipodio- no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar que esta
mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro y dos reales de a dos y
no sé cuántos cuartos?
-Verdad es -dijo la guía- que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo
imaginar quién la tomase.
-¡No hay levas conmigo! -replicó Monipodio-. ¡La bolsa ha de parecer, porque la pide el
alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año!
Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera
que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:
-¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la
vida! Manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré
enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha
de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa
ni vístola de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio, y dar
ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas
ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y
dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y, aconsejándose con su amigo
Cortadilo, con parecer de entrambos, sacó la bolsa del sacristán y dijo:
-Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el
alguacil manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al
mismo dueño se le quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo lo cual, Monipodio dijo:
-Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se
quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación deste servicio; y la bolsa se ha
de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla
aquel refrán que dice: "No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una
pierna della". Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podremos ni
solemos dar en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la
sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil; y Cortadillo se
quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de
Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único
hijo.
Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos
de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote,
llenas de desenfado y desvergüenza: señales claras por donde, en viéndolas Rinconete y
Cortadillo, conocieron que eran de la casa llana; y no se engañaron en nada. Y, así como
entraron, se fueron con los brazos abiertos, la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro,
que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque traía una
mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado por justicia. Ellos las abrazaron
con grande regocijo, y les preguntaron si traían algo con que mojar la canal maestra.
-Pues, ¿había de faltar, diestro mío? -respondió la una, que se llamaba la Gananciosa-.
No tardará mucho a venir Silbatillo, tu trainel, con la canasta de colar atestada de lo que
Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar cubierta
con una sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una
de las esteras de enea que estaban en el aposento, y tenderla en medio del patio. Y
ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la redonda; porque, en cortando la cólera, se
trataría de lo que mas conviniese. A esto, dijo la vieja que había rezado a la imagen:
-Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido de cabeza, dos días
ha, que me trae loca; y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a cumplir mis
devociones y poner mis candelicas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de
Santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si nevase y ventiscase. A lo que he venido es
que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a mi casa una canasta de colar, algo mayor
que la presente, llena de ropa blanca; y en Dios y en ni ánima que venía con su cernada y
todo, que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venían sudando la gota
tan gorda, que era una compasión verlos entrar ijadeando y corriendo agua de sus
rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero
que había pesado ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento en
un grandísimo gato de reales que llevaba. No desembanastaron ni contaron la ropa,
fiados en la entereza de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos
libre a todos de poder de justicia, que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera
como cuando nació.
-Todo se le cree, señora madre -respondió Monipodio-, y estése así la canasta, que yo iré
allá, a boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le
tocare, bien y fielmente, como tengo de costumbre.
-Sea como vos lo ordenáredes, hijo -respondió la vieja-; y, porque se me hace tarde,
dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de
contino.
-Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! -dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la
compañera de la Gananciosa.
Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos
arrobas de vino, y un corcho que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta una
azumbre; y, llenándole la Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima vieja, la
cual, tomándole con ambas manos y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
-Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al
estómago, y acabó diciendo:
-De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija,
que así me has consolado; sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he
desayunado.
-No hará, madre -respondió Monipodio-, porque es trasañejo.
-Así lo espero yo en la Virgen -respondió la Vieja.
Y añadió:
-Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las candelicas de mi devoción,
porque, con la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la canasta, se me
olvidó en casa la escarcela.
-Yo sí tengo, señora Pipota -(que éste era el nombre de la buena vieja) respondió la
Gananciosa-; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego que compre una para mí, y
se la ponga al señor San Miguel; y si puede comprar dos, ponga la otra al señor San Blas,
que son mis abogados. Quisiera que pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de
los ojos, también le tengo devoción, pero no tengo trocado; mas otro día habrá donde se
cumpla con todos.
-Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable; que es de mucha importancia llevar la
persona las candelas delante de sí antes que se muera, y no aguardar a que las pongan
los herederos o albaceas.
-Bien dice la madre Pipota -dijo la Escalanta.
Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos
candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y
agradecidos. Con esto, se fue la Pipota, diciéndoles:
-Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos
que perdistes en la mocedad, como yo los lloro; y encomendadme a Dios en vuestras
oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos libre y
conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia.
Y con esto, se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana
por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta
dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de
bacallao frito.
Manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de
camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en
pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce,
y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que
sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía tocó el escanciar con el
corcho de colmena. Mas, apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando
les dio a todos gran sobresalto los golpes que dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que
se sosegasen, y, entrando en la sala baja y descolgando un broquel, puesto mano a la
espada, llegó a la puerta y con voz hueca y espantosa preguntó:
-¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
-Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio: Tagarete soy, centinela desta mañana, y
vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece
haberle sucedido algún desastre.
En esto llegó la que decía, sollozando, y, sintiéndola Monipodio, abrió la puerta, y mandó
a Tagarete que se volviese a su posta y que de allí adelante avisase lo que viese con
menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que era una moza
del jaez de las otras y del mismo oficio. Venía descabellada y la cara llena de tolondrones,
y, así como entró en el patio, se cayó en el suelo desmayada. Acudieron a socorrerla la
Gananciosa y la Escalanta, y, desabrochándola el pecho, la hallaron toda denegrida y
como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo a voces:
-¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre aquel
cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado más veces de la
horca que tiene pelos en las barbas! ¡Desdichada de mí! ¡Mirad por quién he perdido y
gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso e
incorregible!
-Sosiégate, Cariharta -dijo a esta sazón Monipodio-, que aquí estoy yo que te haré
justicia. Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte
vengada; dime si has habido algo con tu respecto; que si así es y quieres venganza, no
has menester más que boquear.
-¿Qué respecto? -respondió Juliana-. Respectada me vea yo en los infiernos, si más lo
fuere de aquel león con las ovejas y cordero con los hombres. ¿Con aquél había yo de
comer más pan a manteles, ni yacer en uno? Primero me vea yo comida de adivas estas
carnes, que me ha parado de la manera que ahora veréis.
Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un poco más, las descubrió llenas
de cardenales.
-Desta manera -prosiguió- me ha parado aquel ingrato del Repolido, debiéndome más
que a la madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho? ¡Montas, que le di yo
ocasión para ello! No, por cierto, no lo hizo más sino porque, estando jugando y
perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su trainel, treinta reales, y no le envié más de
veinte y cuatro, que el trabajo y afán con que yo los había ganado ruego yo a los cielos
que vaya en descuento de mis pecados. Y, en pago desta cortesía y buena obra, creyendo
él que yo le sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginación había hecho de lo que
yo podía tener, esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí, entre
unos olivares, me desnudó, y con la petrina, sin escusar ni recoger los hierros, que en
malos grillos y hierros le vea yo, me dio tantos azotes que me dejó por muerta. De la cual
verdadera historia son buenos testigos estos cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y aquí se la prometió de
nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano a
consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores preseas que
tenía porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.
-Porque quiero -dijo- que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo que se
quiere bien se castiga; y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entonces
nos adoran; si no, confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo Repolido
castigado y brumado, ¿no te hizo alguna caricia?
-¿Cómo una? -respondió la llorosa-. Cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano
porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas
de los ojos después de haberme molido.
-No hay dudar en eso -replicó la Gananciosa-. Y lloraría de pena de ver cuál te había
puesto; que en estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la culpa cuando
les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de
aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
-En verdad -respondió Monipodio- que no ha de entrar por estas puertas el cobarde
envesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito. ¿Las manos
había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo
persona que puede competir en limpieza y gan[an]cia con la misma Gananciosa que está
delante, que no lo puedo más encarecer?
-¡Ay! -dijo a esta sazón la Juliana-. No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel
maldito, que con cuán malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón, y hanme
vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la
Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle.
-Eso no harás tú por mi consejo -replicó la Gananciosa-, porque se estenderá y
ensanchará y hará tretas en ti como en cuerpo muerto.
Sosiégate, hermana, que antes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho; y
si no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
-Eso sí -dijo la Cariharta-, que tengo mil cosas que escribirle.
-Yo seré el secretario cuando sea menester -dijo Monipodio-; y, aunque no soy nada
poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares de coplas en
daca las pajas, y, cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo, gran
poeta, que nos hinchirá las medidas a todas horas; y en la de agora acabemos lo que
teníamos comenzado del almuerzo, que después todo se andará.
Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así, todos volvieron a su gaudeamus, y
en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron
sine fine; los mozos adunia; las señoras, los quiries. Los viejos pidieron licencia para irse.
Diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a dar noticia con toda puntualidad de
todo aquello que viesen ser útil y conveniente a la comunidad. Respondieron que ellos se
lo tenían bien en cuidado y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a
Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y
apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de
hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad
avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero
de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo
ponían; y, en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el
lugar más conveniente para hacer los guzpátaros -que son agujeros- para facilitar la
entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su
hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto,
como Su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad,
y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que
cada día oían misa con estraña devoción.
-Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se
contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros dos que hay
son palanquines, los cuales, como por momentos mudan casas, saben las entradas y
salidas de todas las de la ciudad, y cuáles pueden ser de provecho y cuáles no.
-Todo me parece de perlas -dijo Rinconete-, y querría ser de algún provecho a tan
famosa cofradía.
-Siempre favorece el cielo a los buenos deseos -dijo Monipodio.
Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era, y,
preguntándolo, respondieron:
-Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:
-No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese marinero de Tarpeya, a este
tigre de Ocaña.
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la Cariharta que le abría, se
levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y, cerrando tras sí la puerta,
desde dentro, a grandes voces decía:
-Quítenmele de delante a ese gesto de por demás, a ese verdugo de inocentes,
asombrador de palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar donde la
Cariharta estaba; pero, como no le dejaban, decía desde afuera:
-¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada!
-¿Casada yo, malino? -respondió la Cariharta-. ¡Mirá en qué tecla toca! ¡Ya quisieras tú
que lo fuera contigo, y antes lo sería yo con una sotomía de muerte que contigo!
-¡Ea, boba -replicó Repolido-, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por
verme hablar tan manso y venir tan rendido; porque, ¡vive el Dador!, si se me sube la
cólera al campanario, que sea peor la recaída que la caída! Humíllese, y humillémonos
todos, y no demos de comer al diablo.
-Y aun de cenar le daría yo -dijo la Cariharta-, porque te llevase donde nunca más mis
ojos te viesen.
-¿No os digo yo? -dijo Repolido-. ¡Por Dios que voy oliendo, señora trinquete, que lo
tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda!
A esto dijo Monipodio:
-En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino
por amor mío, y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se quieren son causa
de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah Juliana! ¡Ah niña! ¡Ah Cariharta mía! Sal
acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida perdón de rodillas.
-Como él eso haga -dijo la Escalanta-, todas seremos en su favor y en rogar a Juliana
salga acá fuera.
-Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de la persona -dijo el
Repolido-, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros; mas si es por vía de que la
Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la
frente en su servicio.
Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido,
pensando que hacían burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:
-Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta, o contra mí, o yo contra
ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que se riere, o
lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió Monipodio que
pararía en un gran mal si no lo remediaba; y así, poniéndose luego en medio dellos, dijo:
-No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores, y desháganse entre los
dientes; y, pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por sí.
-Bien seguros estamos -respondió Chiquiznaque- que no se dijeron ni dirán semejantes
monitorios por nosotros; que, si se hubiera imaginado que se decían, en manos estaba el
pandero que lo supiera bien tañer.
-También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque -replicó el Repolido-, y también, si
fuere menester, sabremos tocar los cascabeles, y ya he dicho que el que se huelga,
miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada menos hará el
hombre que sea lo dicho dicho.
Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la Cariharta, y,
cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
-¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No veen que va enojado, y es un Judas
Macarelo en esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón del mundo y de mis ojos!
Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa, y, acudiendo también Monipodio, le
detuvieron. Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y estuviéronse quedos
esperando lo que Repolido haría; el cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio,
volvió diciendo:
-Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos, y más
cuando veen que se enojan los amigos.
-No hay aquí amigo -respondió Maniferro- que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo;
y, pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.
A esto dijo Monipodio:
-Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las
manos de amigos.
Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en
un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, y,
rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín.
Monipodio rompió un plato y hizo dos tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas
con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba.
Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta
entonces nunca la habían visto. Conociólo Maniferro y díjoles:
-¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin
pesadumbre, ni más barata, no se ha inventado en el mundo; y en verdad que oí decir el
otro día a un estudiante que ni el Negrofeo, que sacó a la Arauz del infierno; ni el Marión,
que subió sobre el delfín y salió del mar como si viniera caballero sobre una mula de
alquiler; ni el otro gran músico que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos
postigos, nunca inventaron mejor género de música, tan fácil de deprender, tan mañera
de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun voto
a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la
música.
-Eso creo yo muy bien -respondió Rinconete-, pero escuchemos lo que quieren cantar
nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas seguidillas de
las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta, y con voz sutil y
quebradiza cantó lo siguiente:
Por un sevillano, rufo a lo valón, tengo socarrado todo el corazón.
Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde, ¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando otro chapín, se metió
en danza, y acompañó a las demás diciendo:
Detente, enojado, no me azotes más;
que si bien lo miras, a tus carnes das.
-Cántese a lo llano -dijo a esta sazón Repolido-, y no se toquen estorias pasadas, que no
hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban
a la puerta apriesa; y con ella salió Monipodio a ver quién era, y la centinela le dijo cómo
al cabo de la calle había asomado el alcalde de la justicia, y que delante dél venían el
Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos
de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al revés, dejó la
escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la
música, enmudeció Chiquiznaque, pasmóse Repolido y suspendióse Maniferro; y todos,
cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y tejados,
para escaparse y pasar por ellos a otra calle. Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni
trueno repentino espantó así a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y
espanto a toda aquella recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde
de la justicia. Los dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y
estuviéronse quedos, esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no
paró en más de volver la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo, sin dar
muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la puerta, vestido, como
se suele decir, de barrio; Monipodio le entró consigo, y mandó llamar a Chiquiznaque, a
Maniferro y al Repolido, y que de los demás no bajase alguno. Como se habían quedado
en el patio, Rinconete y Cortadillo pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el
caballero recién venido, el cual dijo a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo
que le había encomendado. Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho;
pero que allí estaba el oficial a cuyo cargo estaba su negocio, y que él daría muy buena
cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si había cum-plido con la obra que se
le encomendó de la cuchillada de a catorce.
-¿Cuál? -respondió Chiquiznaque-. ¿Es la de aquel mercader de la Encrucijada?
-Ésa es -dijo el caballero.
-Pues lo que en eso pasa -respondió Chiquiznaque- es que yo le aguardé anoche a la
puerta de su casa, y él vino antes de la oración; lleguéme cerca dél, marquéle el rostro
con la vista, y vi que le tenía tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber
en él cuchillada de catorce puntos; y, hallándome imposibilitado de poder cumplir lo
prometido y de hacer lo que llevaba en mi destruición...
-Instrucción querrá vuesa merced decir -dijo el caballero-, que no destruición.
-Eso quise decir -respondió Chiquiznaque-. Digo que, viendo que en la estrecheza y poca
cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en
balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la pueden poner por
mayor de marca.
-Más quisiera -dijo el caballero- que se la hubiera dado al amo una de a siete, que al
criado la de a catorce. En efeto, conmigo no se ha cumplido como era razón, pero no
importa; poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a vuesas
mercedes las manos.
Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le
asió de la capa de mezcla que traía puesta, diciéndole:
-Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con
mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan, y no ha de salir de aquí voacé
sin darlos, o prendas que lo valgan.
-Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra -res-pondió el caballero-: dar
la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
-¡Qué bien está en la cuenta el señor! -dijo Chiquiznaque-. Bien parece que no se acuerda
de aquel refrán que dice: "Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can".
-¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? -replicó el caballero.
-¿Pues no es lo mismo -prosiguió Chiquiznaque- decir: "Quien mal quiere a Beltrán, mal
quiere a su can"? Y así, Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can;
y dando al can se da a Beltrán, y la deuda queda líquida y trae aparejada ejecución; por
eso no hay más sino pagar luego sin apercebimiento de remate.
-Eso juro yo bien -añadió Monipodio-, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo
cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se meta en puntillos con sus
servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado; y si fuere servido
que se le dé otra al amo, de la cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya
se la están curando.
-Como eso sea -respondió el galán-, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la
otra por entero.
-No dude en esto -dijo Monipodio- más que en ser cristiano; que Chiquiznaque se la dará
pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
-Pues con esa seguridad y promesa -respondió el caballero-, recíbase esta cadena en
prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera
cuchillada. Pesa mil reales, y podría ser que se quedase rematada, porque traigo entre
ojos que serán menester otros catorce puntos antes de mucho.
Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a Monipodio, que al
color y al peso bien vio que no era de alquimia. Monipodio la recibió con mucho contento
y cortesía, porque era en estremo bien criado; la ejecución quedó a cargo de
Chiquiznaque, que sólo tomó término de aquella noche. Fuese muy satisfecho el
caballero, y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y azorados. Bajaron todos, y,
poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que traía en la capilla
de la capa y dióselo a Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle Rinconete, y
en la primera hoja vio que decía:
MEMORIA DE LAS CUCHILLADAS
QUE SE HAN DE DAR ESTA SEMANA
La primera, al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos. Están recebidos
treinta a buena cuenta. Secutor, Chiquiznaque.
-No creo que hay otra, hijo -dijo Monipodio-; pasá adelante y mirá donde dice: MEMORIA
DE PALOS.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
MEMORIA DE PALOS
Y más abajo decía:
Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de mayor cuantía a escudo cada uno. Están dados
a buena cuenta ocho. El término, seis días. Secutor, Maniferro.
-Bien podía borrarse esa partida -dijo Maniferro-, porque esta noche traeré finiquito della.
-¿Hay más, hijo? -dijo Monipodio.
-Sí, otra -respondió Rinconete-, que dice así:
Al sastre corcovado que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor
cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.
-Maravillado estoy -dijo Monipodio- cómo todavía está esa partida en ser. Sin duda
alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días pasados del
término y no ha dado puntada en esta obra.
-Yo le topé ayer -dijo Maniferro-, y me dijo que por haber estado retirado por enfermo el
Corcovado no había cumplido con su débito.
-Eso creo yo bien -dijo Monipodio-, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado,
que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores
empresas. ¿Hay más, mocito?
-No señor -respondió Rinconete.
-Pues pasad adelante -dijo Monipodio-, y mirad donde dice: MEMORIAL DE AGRAVIOS
COMUNES.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.
CONVIENE A SABER: REDOMAZOS, UNTOS DE MIERA,
CLAVAZÓN DE SAMBENITOS Y CUERNOS, MATRACAS,
ESPANTOS, ALBOROTOS Y CUCHILLADAS FINGIDAS,
PUBLICACIÓN DE NIBELOS, ETC.
-¿Qué dice más abajo? -dijo Monipodio.
-Dice -dijo Rinconete-:
Unto de miera en la casa...
-No se lea la casa, que ya yo sé dónde es -respondió Monipodio-, y yo soy el tuáutem y
esecutor desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es
ocho.
-Así es la verdad -dijo Rinconete-, que todo eso está aquí escrito; y aun más abajo dice:
Clavazón de cuernos.
-Tampoco se lea -dijo Monipodio- la casa, ni adónde; que basta que se les haga el
agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo menos, más
querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo,
que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.
-El esecutor desto es -dijo Rinconete- el Narigueta.
-Ya está eso hecho y pagado -dijo Monipodio-. Mirad si hay más, que si mal no me
acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor
es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos; y cumpliráse al pie de
la letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en
esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro, mancebo, que yo sé que no
hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y
habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de
Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más, que
cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la obra que él
se puede hacer por sus manos.
-Así es -dijo a esto el Repolido-. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos
ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que de paso.
-Lo que se ha de hacer -respondió Monipodio- es que todos se vayan a sus puestos, y
nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá
todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les
da por distrito, hasta el domingo, desde la Torre del Oro, por defuera de la ciudad, hasta
el postigo del Alcázar, donde se puede trabajar a sentadillas con sus flores; que yo he
visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir cada día con más de veinte reales en
menudos, amén de la plata, con una baraja sola, y ésa con cuatro naipes menos. Este
districto os enseñará Ganchoso; y, aunque os estendáis hasta San Sebastián y San
Telmo, importa poco, puesto que es justicia mera mista que nadie se entre en
pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía, y ofreciéronse a hacer su oficio
bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista
de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas,
porque no había tintero, le dio el papel para que lo llevase, y en el primer boticario los
escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades: noviciado, ninguno; Rinconete,
floreo; Cortadillo, bajón"; y el día, mes y año, callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:
-Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas a Lobillo el de
Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe limpio
quitará el dinero al mismo Satanás; y que por venir maltratado no viene luego a
registrarse y a dar la sólita obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.
-Siempre se me asentó a mí -dijo Monipodio- que este Lobillo había de ser único en su
arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se pueden desear;
que, para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos
con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.
-También topé -dijo el viejo- en una casa de posadas, en la calle de Tintores, al Judío, en
hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por t ner noticia que dos peruleros viven en la
misma casa, y querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca
cantidad, que de allí podría venir a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la
junta y dará cuenta de su persona.
-Ese Judío también -dijo Monipodio- es gran sacre y tiene gran conocimiento. Días ha que
no le he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si no se enmienda, que yo le deshaga la
corona; que no tiene más órdenes el ladrón que las tiene el turco, ni sabe más latín que
mi madre. ¿Hay más de nuevo?
-No -dijo el viejo-; a lo menos que yo sepa.
-Pues sea en buen hora -dijo Monipodio-. Voacedes tomen esta miseria -y repartió entre
todos hasta cuarenta reales-, y el domingo no falte nadie, que no faltará nada de lo
corrido.
Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la Escalanta
con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche, después
de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que
iría Monipodio, al registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y
borrar la partida de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su
bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta ni de asiento,
porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus
puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y pensaba,
Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su
arte.
Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía un buen natural;
y, como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen
lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los
demás de su compañía y bendita comunidad, y más cuando por decir per modum sufragii
había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decir estipendio, de
lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de
Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias
(especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar
los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados) a éstas y a
otras peores semejantes; y, sobre todo, le admiraba la seguridad que tenían y la
confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y
de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que
dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas
de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le
suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre
bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria y los
ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia
había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente
tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su
compañero no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan
libre y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia,
pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más
luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su
maestro Monipodio, y otros sucesos de aquéllos de la infame academia, que todos serán
de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.
FIN